jueves, 24 de mayo de 2012

El neomutualismo o la economía de la sensatez

Me crié en los suburbios ladrilleros de las afueras de Madrid. Torres de pisos, construidas sobre huertas y sembrados, que albergaban a emigrantes de Andalucía, Extremadura, La Mancha o Castilla que acudían a Madrid al calor de la segunda ola industrial y su demanda de mano de obra poco cualificada.
Mis padres y los de mis amigos crecieron en «el pueblo», un espacio mítico para los que no lo teníamos, al que regresaban en cuando podían (Semana Santa y verano). Ellos aprendieron y nos enseñaron a no comprar unos zapatos hasta que se rompían los que tenías, a poner rodilleras a los pantalones para que duraran más, a no tirar la comida nunca, a que los caprichos lo eran porque eran ocasionales, a gastar sólo cuando se tenía... Sus padres, nuestros abuelos, habían conocido bien la escasez de la posguerra y la preguerra; existía una memoria compartida sobre la necesidad de administrar bien el capital, el que fuera (agua, tierra, comida o tiempo). Y administrarlo bien era administrarlo con sensatez. Pero lo olvidamos en cuando nos creímos, como un calvinista cualquiera, elegidos, tocados para ser ricos.
Al Norte y al Sur del Tajo la tierra no es demasiado feraz, nada que ver con la Europa del Norte y sus profundos suelos agrícolas regados por abundantes lluvias en los que basta algo menos de una hectárea para mantener las necesidades alimenticias de una familia. En el ecosistema mediterráneo, ya sea en Iberia o en Israel, el suelo, calizo o silíceo, es pobre y la lluvia, escasa. Sólo cooperando se puede salir adelante, sólo compartiendo las escasas rentas hay para todos, ya sea administrando unas dehesas o un kibutz.
Quizá por eso, el catolicismo con su prioridad en la comunidad (aquel «no destaques, hijo») arraigó en estos lares frente al protestantismo individualista de la fértil Septentrión o los EEUU, donde la naturaleza afianzaba el mito del individuo autoasuficiente que se bastaba a sí mismo. En cualquier caso, si algo nos enseña esta crisis a la vieja Europa es que, con un crecimiento al 1%, las rentas son exiguas. Hay poco, lo justo: esto no es Jauja.  Podemos compartirlo y administrarlo para el bien de todos, como hemos hecho tradicionalmente en el Mediterráneo, o podemos competir para que el amigote de turno lo administre a su conveniencia mientras los demás aspiramos a convertirnos en él. No se trata de decrecer ni de negar el mercado, sino de encontrar en viejas recetas nuevas vías de producir abundancia basándonos en el apoyo mutuo.
[«Economía de la sensatez» es un principio alumbrado por un muy buen amigo en una tertulia regada con, digamos, unas zarzaparrillas. Quede aquí el reconocimiento.]

2 comentarios:

  1. Bravo una vez más Jorge! El mutualismo clásico (cooperativas de trabajo en el centro, mutuas, coops de crédito alrededor...) y hoy ante todo desarrollos comunitarios y libres de cualquier cosa (desde conocimiento y software a tractores) es la única forma de crear y desarrollar procomún y al mismo tiempo construir una barricada contra la crisis y la descomposición. Y el nombre: economía de la sensatez, me parece brillante hermano.

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  2. ¡Gracias, maestro! Cuando lo escribía, no podía dejar de pensar "me está saliendo muy ugartiano" :-) Como siempre, un placer leerte por esta casa.

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